Comunico luego existo Comunicación Estratégica

lunes, 8 de diciembre de 2025

El FIN DE UNA ERA


Durante décadas hubo nombres en la publicidad que parecía serían eternos y sobrevivirían a guerras comerciales y revoluciones tecnológicas. Pero el Panteón se está llenando rápido. Antes cayeron Young & Rubicam, J. Walter Thompson, D’Arcy o Bozell, esta semana la industria se sacudió con el takeover de IPG por parte de Omnicom por 13.5 billones y salen del mapa global FCB, MullenLowe, Deutsch, Goodby Silverstein y The Martin Agency. Solo McCann, TBWA y BBDO conservarán su nombre y estatus, convertidas además en refugio para los despojos que quedan. DDB, reconocida por su creatividad y haber sido el año pasado declarada como agencia del año en Cannes, en un giro casi tragicómico, queda viva solo para seguir atendiendo a Volkswagen.


John Wren
, presidente de Omnicom dice que no están “matando marcas”, sino “apostando por las que tienen valores propios”. TBWA, dice, por su espíritu disruptivo; McCann por su “Verdad bien dicha”; BBDO por su mantra “Do big things”. Es un discurso elegante, casi poético, que intenta suavizar la realidad: la publicidad está dejando de ser un negocio donde mandaban los premios creativos y los nombres de publicistas ilustres para convertirse en un tablero dominado por la escala, la eficiencia y la supervivencia.


Se crea el mayor conglomerado publicitario del planeta, proyectando 26 billones de dólares en ingresos con un costo humano palpable: 4.000 despidos derivados del acuerdo, sumados a los 3.200 ya ejecutados por IPG este año y los 3.000 que Omnicom aplicó en diciembre pasado. Más de 10.000 profesionales fuera en menos de doce meses, esto no responde a ambición desmedida, sino a una industria replegándose para no desintegrarse por completo.


Que desaparezcan agencias no significa que desaparezca la publicidad. Significa que se convirtió en un “commodity”. El proceso fue progresivo: la separación entre creatividad y medios; la caída de la comisión de agencia; la llegada de los jefes de compra negociando honorarios que harían sonrojar a un regateador de bazar; el ascenso de los medios digitales y las redes sociales, con su promesa de eficiencia . Y, finalmente, la irrupción de la IA generativa, esa “cereza del pastel” que cambia las reglas del juego más rápido de lo que la industria puede adaptarse.

El resultado es lo que algunos llaman ya el “Adpocalipsis”: plataformas de streaming, canales de TV y redes sociales ofreciendo —gratuitamente— herramientas para diseñar estrategias, crear piezas, producir videos y planificar medios sin necesidad de una agencia. Y no es solo para pequeños anunciantes; es una declaración de ruptura con el sistema que durante décadas dictó cómo debía hacerse la comunicación publicitaria.


En medio de este terremoto, las marcas siguen compitiendo por conectar emocionalmente con sus públicos. Coca-Cola, por ejemplo, volvió a apostar en esta Navidad por un comercial producido íntegramente con IA: fotografía, edición, iluminación, postproducción. El único “humano” en pantalla es un Papa Noel que no existe. Las críticas fueron inmediatas: ¿cómo una marca que presume unir personas prescinde del trabajo humano? La empresa respondió con frialdad estratégica: “Estamos redefiniendo cómo se crea y escala contenido”.

Nike, Heinz y varias marcas de Unilever avanzan en la misma dirección. La promesa es tentadora: velocidad, ahorro y la capacidad de producir infinitas variaciones en minutos.

¿Es esto el final de una era gloriosa o el inicio de otra que apenas entendemos? Quizás ambas cosas. Lo único seguro es que la industria que conocíamos ya no existe. Y la que viene no tendrá espacio para la nostalgia, por más legendarios que sean los nombres que queden en el camino. Es la hora de las agencias locales


(Publicado previamente en Expreso)

Presidente Ejecutivo Alterno y Gerente General de OI Comunicaciones, asociada a Fleishman-Hillard.Director Ejecutivo del ITSU. Instituto Tecnológico Superior Urdesa.


lunes, 1 de diciembre de 2025

REDES SOCIALES CADA VEZ MENOS SOCIALES


Hubo un tiempo en que las redes sociales eran sociales. Facebook era el álbum familiar global: las fotos del cumpleaños del nieto, el perro recién adoptado, el “feliz aniversario, amor de mi vida” con 147 corazones. Era la era dorada de los reencuentros con compañeros del colegio, ahora reinventados como “life coaches”, especialistas en cripto monedas, expertos en geopolítica y contadores de chistes de todo tono. Era un gigantesco cóctel donde todos hablaban sin KPI, sin pauta y sin la obligación de parecer relevantes.

Ese mundo ya no existe.

Hoy, las plataformas funcionan como hiperactivos centros comerciales más que como espacios de conversación. Y no es metáfora: el corazón del negocio es la publicidad. Meta superó los 146.000 millones de dólares en ingresos publicitarios en 2024; TikTok ya bordea los 23.000 millones; y X, sin glamour, sobrevive vendiendo formatos premium y verificaciones. El incentivo dejó de ser conectar personas; ahora es mantenerlas ahí, scrolleando, discutiendo e idealmente comprando. Zuckerberg, Musk y el resto de sus pares no son mecenas de conversaciones que promueven la armonía social por eso sus fortunas se cuentan en billones de dólares.

En Ecuador, con más de 13 millones de usuarios activos, las redes se transformaron en el medio informativo paralelo donde cualquiera opina sin filtro y donde la inmediatez sustituye a la verificación. Ya no posteamos por cariño, lo hacemos por alcance. Si antes buscábamos amigos, hoy buscamos audiencias. Lo social fue reemplazado hace rato.


Ha entrado en escena la fauna digital: los bots, esos usuarios incansables que nunca duermen y jamás pierden la conexión. Se estima que entre 30% y 40% del tráfico global en redes proviene de actividad automatizada. En política sirven para simular adhesión; en marketing, para inflar relevancia. Ambos sectores coinciden en que pocos ven la diferencia entre un comentario humano y el esparcido por una entusiasta granja de trolls. Sumemos que  de acuerdo al portal Lupa Media 60% de los ecuatorianos nos encontramos en redes con “fake news” de manera recurrente.



En Ecuador, se calcula que existen unos 15.000 influencers y creadores de contenido que facturan alrededor de $20 millones al año y solo una minoría cruza el umbral de influencia real. El resto libra una batalla desigual contra los algoritmos, los bots, la sobreoferta y la fatiga digital del usuario. Publicar requiere de optimizar horarios, pelear por visibilidad, negociar CPM y rezarle al engagement para que haga el milagro.

La mensajería instantánea, supuestamente la parte “privada” de Internet, tampoco escapa al modelo. WhatsApp, Telegram y compañía avanzan en su monetización: canales de venta, mensajes promocionados, pagos integrados,etc. El chat dejó de ser íntimo y ahora es parte del nuevo “funnel” de conversión.



Y en este ecosistema cada vez menos social y más transaccional,  aparece el verdadero reto para los marketeros: ¿cómo destacarse sin caer en la irrelevancia o, peor, en la sospecha? No basta “entender el algoritmo”; eso lo hace cualquiera con un curso de fin de semana. La batalla estratégica exige creatividad, autenticidad demostrable, contenido que aporte valor real, marcas que generen confianza y métricas menos vanidosas. El nuevo diferenciador no será la viralidad, sino la credibilidad. Quien domine esa ecuación sobrevivirá. Los demás irán al ciber cementerio.

Las redes nacieron para conectar personas, pero terminaron convertidas en métricas. Lo social se volvió fachada. Tal vez el signo de nuestra época es aceptar que ya no actuamos en redes sociales, sino en plataformas de negocio con usuarios adentro, donde la conversación es el pretexto y la monetización el objetivo.


(Publicado previamente en Expreso)

Presidente Ejecutivo Alterno y Gerente General de OI Comunicaciones, asociada a Fleishman-Hillard.Director Ejecutivo del ITSU. Instituto Tecnológico Superior Urdesa.


lunes, 24 de noviembre de 2025

LAS MARCAS Y LOS ESCANDALOS REALEs

 


Durante décadas, las monarquías europeas funcionaron como un activo reputacional premium para las marcas, ser consumidas por la realeza solamente representaba excelencia. Prometían tradición, elegancia y una pátina de prestigio que marcas de lujo, bancos y hoteles cultivaban con devoción. Bentley, Burberry, Barbour o The Ritz en Reino Unido; Balenciaga, Harveys, Fumarel o Loewe en España… todos felices de posar junto a coronas y medallas. Pero los recientes episodios del príncipe Andrés en Reino Unido y la publicación del libro Reconciliación de Juan Carlos I en España recuerdan que, cuando la corona pierde brillo, también opaca a quienes la usan de accesorio. Y más aún cuando los menores de 30, que crecen en porcentaje cada año, ya dudan abiertamente de la necesidad de monarquías.


La caída del príncipe Andrés es el recordatorio perfecto de cómo una crisis personal puede devorarse el prestigio de aliados corporativos. Tras las acusaciones de abuso sexual vinculadas al caso Epstein, KPMG, Barclays, AstraZeneca y Cisco salieron corriendo de Pitch@Palace, la fundación del duque de York. Lo que fue alianza de prestigio se convirtió en riesgo tóxico. La reacción fue drástica: retirar logos, suspender patrocinios, desaparecer menciones. El manual de crisis hoy empieza por presionar “delete”. En la era de X los escándalos viajan más rápido y llegan más lejos en tiempo real.


Basta un escándalo para que Google combine marca + monarquía y entregue resultados dignos de telenovela, no de valores corporativos e institucionales.

Lo de España es distinto, pero igual de delicado. El libro Reconciliación del “emérito” reabre la discusión sobre su vergonzosa salida: finanzas opacas, regalos indebidos y relaciones inconvenientes que empañan al monarca que encarnó la transición democrática. Aunque las memorias pretendan cerrar heridas, el efecto ha sido el contrario: titulares frescos sobre un pasado incómodo. Y con ellos, el riesgo de que las marcas que han construido parte de su narrativa alrededor de la monarquía o la “marca España” terminen salpicadas por escándalos en los que no participaron.


Joyerías, casas de moda, bodegas y hoteles que antes presumían de su cercanía a lo “real” ven cómo ese sello pasa de ser atributo aspiracional a convertirse en un recordatorio de que incluso reyes  y príncipes generan crisis reputacionales (y de las grandes). Asociarse a la corona ya no garantiza admiración.

El Reino Unido ya bautizó el fenómeno como “efecto Andrés”: obligación de auditar alianzas con cualquier figura de alto riesgo mediático, incluso si viste uniforme ceremonial. En España, donde no existen “marcas proveedoras de la Casa Real”, la recomendación es menos reverencia explícita a la monarquía y sus símbolos y más énfasis en valores que sí funcionan en 2025 —transparencia, mérito, autenticidad—; conceptos que, dicho sea de paso, no siempre asoman en las noticias que involucran a los “royals”.

Las monarquías siguen siendo máquinas de generar atención, pero atención no es sinónimo de prestigio. Hoy la relevancia se mide en trending topics, no en galas y saludos protocolarios. Y cuando el tema del día es un escándalo, ni el escudo de armas más rancio protege del daño reputacional.

Las casas reales británica y española mantienen valor turístico e histórico, sí, pero su capacidad de transferir reputación está bajo observación.

Para las marcas, el desafío es conservar cierta aura de nobleza sin quedar atrapadas en melodramas palaciegos. Porque, en la práctica, lo único hereditario en 2025 no es el título: es el riesgo. El único Principito realmente seguro para asociarse sigue siendo el de Saint-Exupéry.

 

(Publicado previamente en Expreso)

Presidente Ejecutivo Alterno y Gerente General de OI Comunicaciones, asociada a Fleishman-Hillard.Director Ejecutivo del ITSU. Instituto Tecnológico Superior Urdesa.