La campaña con la que triunfó Kast en Chile -seria, sin ridículos bailes en tarima y graciosos TikToks del candidato- orgulloso de su postura ideológica de derecha, hace inevitable regresar al Ecuador de 1978 y recordar cómo el candidato de centroizquierda-populista, Jaime Roldós, ofrecía exactamente lo mismo y lograba un triunfo arrollador. Una prueba clara de que el “cambio” no es patrimonio exclusivo de ninguna corriente política. Con él han ganado elecciones figuras tan distintas como Barack Obama con “Esperanza y cambio”; Felipe González en España con “Por el cambio”; Vicente Fox en México con “Cambio Ya”; Sebastián Piñera en Chile con “Súmate al cambio”; Mauricio Macri en Argentina con “Cambiemos”, igual que Pedro Sánchez “Un Si por el Cambio”. Pero nosiempre funciona, Guillermo Lasso en 2017 con “Vamos por el cambio" no pudo ganar.
En un mundo de polarización extrema, la descalificación permanente del adversario y la dificultad de construir consensos mínimos, no sorprende que cada vez sean más las campañas cuya promesa central gire en torno a aquello.
El éxito del concepto se explica por varias razones: desafía al statu quo, es lo suficientemente ambiguo para que cada elector lo llene con sus propias aspiraciones y genera esperanza sin detallar cómo se materializará. En términos estrictamente publicitarios, esa ambigüedad lo convierte en un comodín: un término intercambiable, adaptable a cualquier contexto y reutilizable sin demasiado esfuerzo creativo. Es vacío y poderoso al mismo tiempo.
La escasa creatividad de muchos slogans electorales queda en evidencia. “Cambio”, “Futuro”, “Esperanza” o “Renovación” se repiten elección tras elección, con ligeras variaciones que no generan verdadera diferenciación. El slogan deja de ser un elemento estratégico y se transforma en ruido. Exactamente lo mismo ocurre en la publicidad de consumo masivo: cuántas gaseosas prometen “refrescar”, cuántos desodorantes ofrecen “seguridad” o cuántos detergentes garantizan “blancura”.
No gana quien tiene la frase más ingeniosa, sino el más creíble. Las elecciones no se definen en un comité creativo ni por la originalidad de un afiche, sino por la capacidad del candidato de leer correctamente a su electorado, entender sus temores y aspiraciones, y ofrecer una propuesta que el votante perciba como beneficiosa para su vida cotidiana.
Y es precisamente allí donde el reciente proceso chileno ofrece una lección mucho más profunda que cualquier slogan. El verdadero “cambio” no estuvo solo en el mensaje de campaña, sino en la forma en que se procesó el resultado. La candidata perdedora reconoció su derrota sin excusas ni sospechas, felicitó públicamente al ganador y aceptó el resultado. El presidente saliente hizo lo propio, y el mandatario electo pidió apoyo y colaboración para una transición ordenada.
Ese es el cambio que muchos quisiéramos ver en nuestra clase política. Ese sí sería un acto de madurez, de creatividad real y de civilización democrática. Porque al final, más que slogans repetidos o cargados de originalidad, lo que transforma a un país es una dirigencia capaz de respetar las reglas, aceptar los resultados y entender que la democracia no solo se proclama en campaña: se practica cuando se pierde, cuando se gana y cuando hay que gobernar.
(Publicado previamente en Expreso)
Presidente Ejecutivo Alterno y Gerente General de OI Comunicaciones, asociada a Fleishman-Hillard.Director Ejecutivo del ITSU. Instituto Tecnológico Superior Urdesa.



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