Algunos piensan que los influencers son un fenómeno actual, ellos son simplemente los herederos o la evolución de las celebridades que se usan desde el inicio de la publicidad para dar su endoso a las marcas que las contratan.
Originalmente fueron famosos de verdad, actrices y actores de cine, cantantes, músicos y atletas, políticos también. Siempre se realizó un análisis previo exhaustivo antes de contratar alguno ya que su comportamiento debía estar acorde a los valores de la marca o al menos no en abierta pugna contra ellos, el otro riesgo inherente al uso de una celebridad era que esta “tape” a la marca.
La era digital permitió que cada uno pueda convertirse en creador de contenido para audiencias de temas específicos y así nacieron los “youtubers”, bloggers y vloggers, algunos lograron monetizar adecuadamente sus esfuerzos y ahora las redes sociales, particularmente Instagram y Tik Tok, han permitido que con preparación y equipamiento mínimo o ninguno muchos se conviertan en “influencers”.
Es tan grande el poder de estos influenciadores que nadie en su sano juicio emprende una estrategia digital sin contemplar su utilización. De acuerdo a Sprout Social Influencer Marketing Report 2024 el 49% de los consumidores hacen una compra mensual, inspirados por la recomendación de un influencer.
Los hay de todo tipo, desde los macro, que tienen millones de seguidores hasta los micro de 1.000, que es la cifra mínima que algunas agencias que los representan exigen para recomendarlos. De acuerdo a un estudio de Nielsen hay en el planeta 1.56 millones de influencers.
Influenciar una conducta de consumo o una opinión sobre una marca debe ser analizado desde ambos extremos de la ecuación. Hay desde los que se limitan al común “unboxing” y muestran con impostada sorpresa el maravilloso obsequio que acaban de recibir, hasta los sofisticados creadores de contenido que trabajan de manera estratégica y colaborativa con una marca.
Hay también casos de influencers convertidos en víctimas y con procesos penales por haber promovido bienes o servicios fraudulentos. Los influencers cobran por sus servicios de diversas formas, un honorario fijo por un número determinado de posteos o por cada click conseguido. Hoy sin duda es una actividad lucrativa y muchos jóvenes sueñan con esa profesión.
Contratar un influencer tiene riesgos, más allá de los contratos de confidencialidad o de exclusividad que puedan firmarse, son humanos y como tales cometen errores. Para evitar esos riesgos y tener control total del contenido y del comportamiento en redes de estos personajes, muchas agencias y también algunas marcas han desarrollado influencers propios gracias a la Inteligencia Artificial.
La primera apareció en 2016 y se llama Lil Miquela e hizo su aparición dándose un controversial beso con Bella Hadid para Calvin Klein. Ella (si podemos llamarla así) posee 2.6 M de seguidores en Instagram y 3.5 M en TikTok y ha trabajado con artistas como 50 cent o marcas como BMW.
Definitivamente estos influencers virtuales tienen la ventaja de minimizar los riesgos reputacionales a quienes las contratan, basta recodar el fiasco de Bud Light con Dianne Mulvaney o Doritos con Samantha Hudson y algunos otros así de evidentes.
El riesgo ahora es defraudar a los consumidores, ya que sus actuaciones y respuestas están 100% programadas y se pierde la tan ansiada espontaneidad. Habrá que programarlos para que digan Holi, Holi.
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